“Nadie enciende una luz para después cubrirla con una vasija, ni la pone debajo de la cama, sino que la pone en un candelabro para que los que entren vean la luz.” (Lucas 8:16)
Mi queridísima, creyente y dulce madre,
Recorriendo el paso de los años llegamos hoy, en un nuevo junio 28, a aquel número ya demasiado avanzado (!), ese número que al hablar siempre como madre e hijo que quieren ser cada vez más amigos, reímos jurándonos jamás revelar. ¡No lo revelamos por eso de los secretos que es mejor guardar bien guardados! Pero, eso sí, todos sin excepción, todos (desde el más desconocido hasta los más cercanos) te han mirado y se sorprenden al ver cómo ——sin tanto artilugio femenino moderno y tanta vacua vanidad excesiva—- has logrado revertir ese paso de los años en tu mirada noble, en tu piel canadiense y en todo tu ser único. Porque es en verdad importante también recordar hoy la muy bella mujer que eres y has sido siempre. Las fotos de tu vida así lo revelan, así te lo hayan ayudado a olvidar los cercanos. Y recuerda bella madre querida; ¡cabello blanco canoso, jamás!
Y hablando del paso del tiempo; ¿recuerdas madre aquellas cartas —-ya “compartidas” con algunos otros a través de internet por razones precisas—– cartas dedicadas a mi padre, cartas escritas en vida para intentar sanar a partir de la comprensión momentos difíciles vividos? ¿Recuerdas aquello que te compartí acerca de cómo fueron escritas? Cuestión de brevedad y de ver qué limitada es la reflexión profunda que nos guía en la vida, sobretodo en la vida de familia en donde las certezas del silencio garantizan una limitada seguridad ——una “seguridad” supuestamente ingenua, que irónicamente llega a ser defensiva y agresiva a la vez——- por sobre las difíciles posibilidades de una real felicidad y de relaciones mucho más honestas y profundas. Porque es que se requiere de cierto tipo de coraje reflexivo para la felicidad, y ese coraje es una virtud cada vez más rara de encontrar y hasta de reconocer. Era como si aquellas cartas para mi padre, ya muerto, ya estuviesen escritas en mí hace mucho tiempo atrás pero sin destinatario real; sólo que era preciso compartirlas con mi complejo y querido padre en quien ya la vejez avanzada hacia su aparición. Ahora se comparten con algunos otros para que él no sea olvidado; los eventos posteriores a su muerte las hacen todavía más necesarias que nunca. Por ejemplo, otros creen y tácitamente defienden el que no hablar con el padre durante toda la vida es algo defensible y honorable. Claro mientras ELLOS no sean ese padre. Pero dejando eso de lado; madre esta carta es para ti, intenta ser un recuerdo de tu ser.
Te recuerdo esto madre porque en cambio contigo no he tenido la necesidad de escribir múltiples cartas. Hoy te cuento por qué, aunque tú en cierta medida ya los sabes. Y te cuento que la agilidad para escribir estas palabras se da gracias a aquello que he decidido en parte hacer con mi vida y que tú has siempre apoyado incluso sin realmente saber en un principio su significado especialmente para la futura historia de nuestro paso por la vida y de nuestro encuentro “reciente” en la amistad ganada. Tuvieron que pasar décadas para que tú, y claro también yo (!), comprendiéramos mejor el valor para el alma de cada uno de la dedicación a las humanidades, y sobretodo a la obra de Aristóteles y la vida de Sócrates. Aristóteles, bien llamado en la Edad Media “El Filósofo”, que cuestiona tan seria y hábilmente los fundamentos y presupuestos de nuestra actual academia filosófica. Y también, tú lo sabes, es sólo gracias al efecto tanto de Taylor, y de manera imposible de agradecer de Pangle, en mi vida. ¡Por qué es que ese tipo de profesores son como un cierto tipo de madres! ¡Qué competencia tan fuerte para la madres de verdad, no! No en vano Sócrates se comparaba él mismo a una partera que nos ayuda a nacer bajo un tipo de cuestionamiento continuo acerca de nuestras vidas y de la naturaleza de la virtud y de la excelencia humana. Y algo así como parir es lo que hicimos juntos en los últimos años. Y podríamos hasta decir que ya en la vejez naciste a la vida una vez más. Dejaste de ser tan solo esposa silenciada, madre asumida, abuela repetida, para regresar a ser aquella Denise con voz, color, económicamente independiente, libre para una fe más sólida y sana y con un sano sentido del amor —–y hasta del humor—- propio. Y ese proceso se ve en tu actual manejo de la palabra, tu capacidad de defender tus importantes valores, y en tu mayor capacidad para sonreír y reír. Y hoy, hoy, nadie te puede hacer perderte nuevamente. Ya nunca más te perderás; así incluso yo ya no sea más.
¿Y, entonces, por qué no hemos escrito cartas entre los dos? El por qué es bien sencillo de responder; o por lo menos hasta cierto punto. Pero el motivo principal es que nuestra relación en los últimos 10 años ——los que “en verdad” cuentan pues la vejez nos revela nuestra real vulnerabilidad humana—– se convirtió con gran esfuerzo de parte y parte en una relación más honesta y abierta que intentó entregarse a la palabra hablada, intentó llevar al lenguaje aquellos silencios abismales que para muchos se convierten en un cierto tipo de mundo invisible y sobreseguro. Porque, ¿qué fortaleza defensiva más consolidada que aquella que ni siquiera se quiere ver con real seriedad, cierto madre? Y es verdad madre que tú misma te creíste así de sobresegura, indignada en silencio con mi muy complejo y difícil padre ——a quien recuerdo ahora con mucho cariño—– sin entrar a ver cómo y por qué las cosas se dieron como se dieron. Es que el silencio indignado y temeroso está a la base de una de las tiranía más efectivas; sobretodo porque se considera cobijada por un cierto autosacrificio que se cree, erróneamente, absolutamente bondadoso. Sobre esto regresáramos más adelante en esta carta. En cambio, qué bueno madre hoy poder decir que no tienes esa indignación, ni ese temor, ni esa burda carencia de palabra. Y aquí entre los dos, ¿cómo nos sirvió la tarjeta roja que inventamos juntos, cierto? Qué bueno poder querer hablarnos, poder querer vernos, poder reírnos, poder burlarnos, poder querer compartir, poder pedir perdón y perdonar, poder madrear (que viene de la palabra madre!), poder agradecer, poder querer querer, poder amar; y por sobretodo todo lo demás, poder querer reflexionar.
Tal vez tú no lo sepas, pero el ejemplo político más revelador de esa dinámica perniciosa es el libro La Madre de Gorkii y su ingenua aceptación de la revolución comunista como el mayor bien para sus conciudadanos y para la humanidad. ¡Por esa “Madre” estará permitido dentro de esa realidad hasta convertirse en asesino! Y es que las infames y cobardes FARC de nuestra Colombia querida sólo creen en ese tipo de madre “leninista/estalinista”. No tienen problema alguno, con su visión militarista criminal, en robarle a muchas madres campesinas sus hijos e hijas por todo nuestro territorio. No tienen problema alguno en obligar a abortar a aquellas guerrilleras que desean ser madres. No tienen problema alguno en dejar sin hijos/as a las madres de los secuestrados —basta recordar a la constante tristeza indignada de la madre de Ingrid—- sumidas en la profunda desgracia del desconocimiento y teniendo que recurrir a todos los medios para poder volver a ver a quienes dieron a luz en complejas situaciones personales. No tengo problema alguno en “madrearlos” eternamente como lo hacia hábilmente mi padre, ¿cierto? Y, ¡qué frescura recordar la operación Jaque!
Obviamente esto no quiere decir que siempre pudimos hablar; no, tú y yo lo sabemos bien, todo lo contrario. Pues al crecer yo de niño y de joven comenzaba a encontrar las palabras que creía tu ya tenías, pero que ya mayor entendí en realidad eran precisamente las pocas palabras que en verdad nunca habías podido hacer tuyas. Por esos motivos que ahora podemos juntos revivir y confrontar, un silencio profundo tomaba en ti el lugar de la palabra. Y como tú eras mi muy querida madre, ese silencio intentó hacer su casa también en mí. No resulta para nada extraño que haya decidido, muy pero muy joven a los 17 años, ir bien lejos de nuestra Colombia querida, al lugar de tu nacimiento, al lugar donde encontraste el amor y comenzó tu familia, al lugar donde yo me comencé a hacer quien soy; a ese hermoso Montreal que llevamos los dos en el alma como pocas ciudades y que parece gracias al “destino” podremos visitar en unos pocos meses de nuevo.
¡Y tal vez incluso sería como protesta ante esa realidad de silencio a la vez deseado y forzado que me convertí en profesor de idiomas y traductor y escritor y profesor de humanidades con altísimo interés en la naturaleza del lenguaje siguiendo la obra de Taylor! ¿Sería un rechazo a esa existencia ensimismada que nos caracteriza a tantos como modernos? ¿Y ahora quien me calla, cierto madre? Pero tú sabes bien que no, que yo prefiero el silencio de la paz bien conseguida, que busco la distancia frente al constante bullicio. Y tú sabes bien que mi vida en los últimos años, años de enfermedad, ha sido un poderoso enfrentamiento de aquellos silencios y aquellas privaciones que te enmudecían y de cierta manera te hacían insensible y fatalista. Como decimos los colombianos, la grosera tradición del “deje así mijo”. Tal vez muchos países puedan “dejar así”; pero Colombia no es uno de ellos. Tal vez muchos ciudadanos puedan “dejar así”, pero los ciudadanos colombianos no son unos de ellos. Tal vez muchos hijos/as puedan “dejar así”: pero yo no seré uno de ellos. Y tú tuviste el coraje de no dejar así las cosas; mi padre lo intento también. Por eso pudimos cuadrar que fueran a la finca juntos. Porque es poco creíble la otra opción en que se desarrollan familias sin haber hecho el trabajo duro y largo de sanar la propia familia de la que se surge. A largo plazo, ¿habrá salud verdadera y real allí? ¿A qué precio?
Pero lo que sí quiere decir el no habernos escrito cartas es que la palabra hablada, o mejor la vivencia en cercanía silenciosa (porque fueron muchos los años que vivimos separados, muchos otros los que vivimos en cercanía en diferentes momentos de la vida) siempre fue el camino de nuestra comunicación mutua por sobre cualquier posibilidad escrita. El motivo puede ser que el mismo escribir al cual me he dedicado yo, te causa un nerviosismo extremo por aquellas historias que sólo los dos sabemos. Entre ellas, ¿recuerdas esa profesora en Montreal que de entrada te indispuso hacia el conocimiento escrito? Otras son demasiado evidentes.
Es por esto que escribo esta carta este día especial, sabiendo que para ti la actividad de la escritura te es ajena, misteriosa, incluso peligrosa. En verdad es peligrosa, a menos de que uno tenga la confianza requerida, y la habilidad retórica, para seguir el camino indicado por las palabras. Y tal vez aunque somos en cierta medida parecidos querida madre (incluso físicamente como me lo recuerdan los que nos conocen bien, y como lo revela de manera absolutamente impactante esa foto tomada por Marya sentados en aquella banca de Kensington en la que compartíamos mientras los seres de todo el planeta pasaban frente a nosotros), lo cierto es que esa es la más profunda y dramática diferencia entre los dos. En la palabra escrita, en cambio, yo tal vez pueda encontrar el camino para darte un regalo de amor y de agradecimiento que sea mío, un regalo como —ahora lo entiendes un poco mejor —- muy pocos hijos/as pueden dar y muy pocas madres puedan recibir.
Porque en verdad te escribo esta carta para recordarte nuevamente mi amor por ti y para hacer de nuevo un recorrido de cómo fue que pasó aquello que paso entre los dos, es decir, el surgimiento de una profunda, real y verdadera amistad fundada sobre las complejas bases siempre presentes entre todas las madres y sus hijos (y de manera aún más compleja con sus hijas por razones que no es difícil imaginar). Son estas bases no siempre las más sanas posibles, en la medida en que la vida de sacrificio permanente con la cual vemos el valor de la madre puede generar un cierto tipo de dinámica que imposibilita un real querer y un real amor propio que es la condición sin la cual una real amistad reflexiva y emocional se hacen imposible. En otras palabras, aun cuando esas no sean las intenciones reales, el camino de la vida y sus complejidades pueden llevar a un cierto tipo de autosacrificio que hace que el amor sea percibido como un cierto tipo de “deuda” que debe ser “recompensada”. El ejemplo más preocupante para gente como yo es toda la parafernalia del llamado “Día de la Madre” en donde supuestamente por fin se les reconoce a las madres todo lo que han dejado de hacer y de ser por nuestra felicidad. La ironía es que resulta, hasta cierto punto, en un día de trancones y hasta sobresaltos. Y ese orgullo pernicioso del autosacrificio incuestionado puede ser precisamente una de las mayores causas de un malestar generalizado que nos cuesta enfrentar decididamente. Esto sobretodo dada nuestra cultura colombiana y québecoise católica, en donde el sacrificio de sí mismo casi es el objetivo primario ya que de lo contrario supuestamente —– Aristóteles diría, ingenuamente—– se dice que caemos en cierta vanidad orgullosa. Dicha tradición católica que como tu sabes respeto y defiendo —sobre todo frente a cierta arrogancia del cristianismo protestante en Colombia—- gracias a ejemplos católicos como el Padre Francis, el profesor Taylor, el Padre Durán, Pacho, Marya y tú misma; pero que veo puede aprender de otras tradiciones y así generar mejores condiciones vitales para quienes la practican decididamente o al menos intentamos reflexionar honestamente acerca de sus limitaciones y posibilidades autodestructivas personales, y sobretodo, políticas (por ejemplo, la presidencia de Andrés Pastrana). Porque, ¿no resulta acaso extraño que sea difícil encontrar madres felices? En este sentido madre, y sabiendo de tu amor por la Virgen María, ¿no contrasta con esta realidad de la que te hablo el hecho de que la Virgen casi nunca es representada en nuestra tradición como sufriendo y padeciendo? (excepto claro, en el momento de la muerte de Jesús).
Como tú sabes, madre, es gracias en parte a esa otra tradición, la de los griegos y sobretodo la de Aristóteles y Sócrates, que hemos podido comprender el sacrificio más allá de simples “deudas” que incluso en sus peores ejemplificaciones hacen que el mismo Dios quedé en cierto tipo de transacción negativa con nosotros! ¡La gracia de Dios con saldo en rojo!
Aristóteles —-como siempre—– nos ayuda a ver con una mayor claridad esa dinámica en dos apartes de su obra magistral sobre ética, es decir, sobre el carácter y la excelencia, sobre la virtud y la felicidad. Por un lado, indica él el ejemplo culminante del sacrificio de las madres al decirnos que se considera que las madres aman tan incondicionalmente que:
“una señal de esto es que las madres gozan en querer. Pues algunas entregan sus hijos para que (otros) los críen y, con tal de que sepan de ellos, los siguen queriendo sin buscar la correspondencia en el amor; y si no pueden tener ambas cosas, parece que les basta con verlos prosperar, y ellas quieren a sus hijos, aun cuando estos, por ignorancia, no devuelven nada de lo que se le debe a la madre.” (EN VIII *8)
Madre, como modelo de la entrega total; y yo que soy tu hijo veo ya en el transcurrir de los años los peligros de semejante ecuación total, sobretodo si no va de la mano de una cierta pausada reflexión. El olvido de sí mismo, la falta de felicidad vital real, la indignación ante la no-correspondencia, el silencio de la soledad y la acusación de miradas sin palabras. Podríamos decir de manera muy general que ese amor incondicional sin una mirada hacia la felicidad y al bien reflexivo de la madre misma puede terminar haciendo del amor maternal una labor y una carga incapaz de entrar a indagar seriamente la raíz de semejantes transformaciones inesperadas y realmente problemáticas para el alma tanto de las madres como de sus hijos/as. ¡Y sobretodo, nos prepara menos para la vejez en la que ya no contamos con las energías para semejantes reflexiones y decisiones y en la que podemos entrar a depender totalmente de nuestros hijos/as!
Por otro lado, son estas las condiciones a las cuales alude Aristóteles posteriormente al hablarnos acerca de la deuda fundamental que en tanto hijos/as incurrimos ante nuestros padres. Porque, es claro, ¿cómo pagar el hecho mismo de habernos dado la vida? Y claro, nos parece inconcebible que algo así sea posible. Pero, ¿qué tal que algo así como dicha “deuda” pueda llegar a estar a la base de nuestro amor paternal? Claro, inmediatamente –casi indignados—– diremos que no, que es imposible dada nuestra bondad como buenos padres y ciudadanos. Pero, ya calmados luego de ser confrontados ante tal pregunta tan “grosera” y “malagradecida”, podemos entrar a recordar y reflexionar sobre aquellos momentos terribles en que se dicen cosas muy reveladoras tales como:
——-¿Y esa es la manera en que me paga?
——-¡Y todo lo que yo he sacrificado por usted!
(Claro, no siempre hay que decirlas, basta con sólo pensarlas de vez en cuando, porque cómo serán las cosas que hasta pensamos, de manera un poco enfermiza, que si las decimos pues ya dejamos de ser tan buenos en el autosacrificio!)
Aristóteles mismo, quien habla de temáticas sobre las que uno, irónicamente, casi nunca escucha hablar en las modernas aulas filosóficas, lo resume bien al culminar el libro VIII sobre la amistad al recordarnos los complejos deseos a la base de nuestras relaciones, sobretodo, las paternales y su relación incluso con la percepción que tenemos de Dios. Perdona que la cita sea un poco larga madre, pero como tú y yo sabemos, estás un poco acostumbrada —–a diferencia de múltiples madres—– a que yo te lea muy de vez en cuando semejantes citas seguro de saber que tu capacidad reflexiva y experiencias vitales hacen que podamos compartir este tipo de preguntas. Porque es que la filosofía tiene que ver con el alma, el alma tuya y mía y de aquel, así sean muchos los que lo hayan olvidado.
Como dice Aristóteles:
“Esto no es posible en todos los casos, como en el honor debido a los dioses y a los padres; pues nadie podría devolver lo que merecen, pero se considera como un hombre bueno al que nos honra como puede. En vista de esto, pareciera que no es licito a un hijo repudiar a un padre, pero sí un padre repudiar a un hijo. Pues un hijo debe pagar lo que debe, pero, por más que haga, nunca hará lo equivalente de lo que ha recibido, de suerte que siempre es deudor. Pero un acreedor puede perdonar la deuda y también el padre. Al mismo tiempo parece probable que nadie se separaría de su hijo que no ha ido demasiado lejos en su maldad, pues, aparte de la amistad natural, es humano no rechazar la ayuda al hijo. Por otra parte, un hijo malo puede rehuir asistirle o no atenderle debidamente; porque la mayoría de los hombres quieren ser bien tratados, pero evitan hacer el bien por considerarlo desventajoso. Sobre estas cuestiones, lo dicho puede ser suficiente” (EN VIII *14)
No en vano Aristóteles culmina el libro VIII con estas palabras e inmediatamente comienza el libro IX —que sigue siendo acerca de la amistad—– indicándonos que hay algo sospechoso en toda esta manera de pensar, y que si queremos comprender mejor las bases de una real amistad debemos comenzar de nuevo. Y, ¿qué tal madre, que en parte hayamos nosotros comenzado de nuevo ya en la vejez guiados de cierta manera por Aristóteles para poder vivir con mayor alegría, mayor paz y mayor entrega real? Y a propósito de la cita madre, ¿qué te parece si en nuestra próxima charla miramos un poco más acerca qué podría estar tratando de decir Aristóteles con dicho ejemplo, y que tú y yo sabemos incluso en nuestra familia tiene una ejemplificación concreta y real? Tal vez así al menos podremos estar más cerca de generar la felicidad real que casi todos buscamos en la cercanía y la intimidad de un cierto tipo de hogar verdadero.
Pero dejando a Aristóteles, deseo ahora por un lado intentar recordar muy brevemente algunos de aquellos eventos y momentos de tu vida que han impactado mi propia vida. Y una vez hayamos mirado el recorrido de estos eventos, quiero recordarte hoy, en tu día, algunos de aquellos aspectos de tu carácter y forma de ser de los que he aprendido y por los cuales siempre te estaré agradecido como pocos hijos podrán estarlo. Y es que una vida tiene tantos recuerdos, madre, y tratar de escoger es en realidad una de las decisiones más difíciles posibles. Difícil siempre, pero más aún en nuestro caso privilegiado en tanto familia bilingüe/trilingüe, seriamente binacional (Colombia-Canadá/Québec) y que ha conocido las ventajas y desventajas de la riqueza y la dificultad inherente al manejo de múltiples propiedades y proyectos.
En cambio, el chavismo desenfrenado desconoce el valor de semejantes realidades de familia que pueden y deben ser bien asumidas, y que son inevitables en toda sociedad política humana. Su “Bolívar”, bien sesgado y muchas veces de poco interés real, surge tan solo luego de callar y destruir todo elemento aristocrático en la compleja biografía de “El Libertador”, elemento cuya recuperación se hace fundamental ahora para América Latina y que hace que Bolívar nos enseñe mucho más que la peligrosa idea de la “igualdad” total a como de lugar. Y como estamos hablando de madres, no en vano la madre de Simón Bolívar tiene el siguiente nombre como pocos, nombre seguido de apropiado título: Doña María de la Concepción Palacios y Blanco – MARQUESA de San Luis.
Pero además, difícil porque a diferencia de otras madres y otros hijos/as, nosotros hemos compartido una multiplicidad de vivencias juntos —–muchas viviendo a miles de kilómetros, otras compartiendo múltiples espacios cohabitados—- en momentos de nuestras vidas tan diversos. Pero hagamos el intento, intento que claro hemos hecho y logrado una y otra vez en nuestras charlas constantemente.
Por lo general todos, excepto tal vez los desplazados de Colombia y su cruel realidad, recordamos el espacio de nuestra niñez con cierta nostalgia alegre. Para mí esos momentos se identifican con la casa de la 102. De aquella gigantesca casa recuerdo sobretodo la cercanía siempre presente de estar allí en aquella cocina. Si bien ahora estás cansada de cocinar, lo cierto es que durante muchas décadas compartiste con nosotros tus especialidades; porque en verdad quién no recuerda en su imaginación una de tus lasañas, o uno de tus pies de limón, o una de tus costillitas famosas. Esas lasañas que tú, toda una católica, nos engañabas diciendo que eran de pollo, cuando en realidad eran hechas de los conejos que mi padre había resuelto tener en la finca, “millones” de lindos conejitos que tú nos servías calladita con una de esas jugadas maestras que caracterizan a las madres. Y nosotros decíamos, “mmm qué pollo, qué lasaña de pollo”, y en realidad nos estábamos comiendo a Bugs Bunny! ¡Yo te imagino riéndote allá en tu interior! O esos pies de limón con color tan especial; pies a lo puro canadiense madre, pies que incluso hoy en día es lo único que pido en el día de mi cumpleaños. ¡Y en Colombia prefieren dizque un “postre” llamado envueltos (me estoy metiendo en problemas, yo sé)! ¡En verdad hiciste tantos pies que hasta la factura de la electricidad se volvió contra el acto creativo mismo! O esas costillitas hechas con los cerdos de la finca que traen tantos recuerdos de compartir en familia, de compartir como se comparte cuando uno se chupa los dedos con la misma comida y los mismos huesos que todos los demás. Lasañas mentirosas, pies dulceamargos y costillas adictivas; gracias madre. Y es que aún hoy todavía tienes aquellos libros en inglés de recetas que fueron de tu madre bien canadiense, libros que consultas con cariño y deseo de memoria y que incluyen recetas que un puro colombiano no podría ni imaginar. Shepherd’s pie, ¿qué es eso sumerce? El amor que nos has tenido a todos se desbordaba en tus creaciones, y hoy tus recetas hacen parte de muchos otros: de tus hijos, hijas, nietos, nietas, consuegros y consuegras, nueros y nueras, y sobretodo, de Marya y de mí. Sin embargo, a ninguno nos quedan igual de bien.
Pero sabes, aquella casa hermosa y realmente majestuosa —diseñada y construida por mi padre como el buen arquitecto modernista que era—– en verdad a veces contrastaba con las vivencias interiores que poco a poco hicieron que lo que era un hermoso palacio se convirtiera en un cierto tipo de cárcel para ti, y también, irónicamente, para mi padre. Porque tú sabes bien cómo y por qué he defendido a mi padre ante cierta odiosa conglomeración. Sea como fuere, lo cierto es que esas vivencias interiores que involucraron llamadas anónimas en lo alto de la noche, y eventos y acciones reprochables que con tenacidad hemos recordado los dos durante horas de ejercicio dialógico, contrastaban con la belleza del lugar.
El contraste del que te hablo se puede aclarar de la siguiente manera. Recuerdo, cómo eras tú siempre tan hábil para mantener bella aquella casa de materiales finos, bellos muebles y múltiples cuartos. Ese ejercicio de ordenamiento y embellecimiento, un poco como el Iscómaco de Jenofonte, lo has llevado además a todas las demás propiedades de tu vida que siempre has estado preocupada por tener siempre a la altura de cierta dignidad fundada en el aprecio de lo bello y de lo bueno. Y siquiera madre, ante esas eventualidades, hemos encontrado los dos un cierto significado para ti y para mí: hemos valorado su aparición en diversos momentos de tu vida, hemos cuestionado su rol como un cierto tipo de negación, y ahora hemos podido recuperarlos en la vejez como elementos definitivos de lo que tú eras, eres y seguirás siendo. Porque es sin lugar a duda también ese amor y deseo de belleza que, ya más o menos a los 50 años, y decidiendo dejar para siempre aquella casa que cuidaste hasta lo último, comenzaste a llevar a tus cuadros en todas tus pinceladas. Aquellos cuadros que has pintado y que en tu generosidad has regalado no sólo a mí, sino a muchos otros más. Cuadros madre que incluyen aquel hogar que tu corazón deseaba, aquellas cabañas en medio de la naturaleza, cabañas en las que tú te refugiabas por momentos del silencio y de la humillación que nos tomó mucho tiempo comprender a los dos y superar ante la mirada cuestionadora y arrogante de otros sobreseguros en su salud, juventud y su “overwhelming” y orgullosa falta de palabra. Porque, ¿a quién le interesa las veces que tuviste que ir al parqueadero de la 100? En cambio, en la palabra bien liderada y libre de la indignación hemos pulido otro tipo de propiedad, tu alma; y al mismo tiempo, al desarrollar más el brillo de tu alma, mi alma ha logrado brillar con mayor alegría como hijo y, mejor aún, como amigo. O como dice la cita del comienzo de esta carta:
“Now no one after lighting a lamp covers it over with a container, or puts it under a bed; but he puts it on a lampstand, in order that those who come in may see the light.” (Luke 8:16) (Las citas las pondré en inglés y español para que escojas con cuál te sientes más segura en cuanto a la Biblia se refiere.)
(En español: “Nadie enciende una luz para después cubrirla con una vasija, ni la pone debajo de la cama, sino que la pone en un candelero para que los que entren vean la luz.” (Lucas 8:16))
Espero esta carta ayude en algo a seguir renovando aquella gran luz que es tu alma.
Entre esos momentos de la casa de la 102, hay uno que recuerdo y estoy seguro tú no recuerdas en absoluto. Llegaba madre otro 28 de junio y yo, de puro inteligente y generoso decidí que en vez de comprarte algo te pintaría un dibujo; has de cuenta que tendría unos 15-16 años. Y bueno, como todo hijo elevado y medio sonso, bajé a los garajes —esos que tu me dejaste llenar de balonazos de todo tipo y por todas partes (tanto que el techo era solo un tapete de balonazos!)—- bajé y entonces entré al llamado “cuarto de herramientas”. ¡Este era un cuarto en donde uno podía entrar y peligrosamente nunca volver a salir, y menos aún encontrar una herramienta! Allí saqué un tarro de pintura, ya medio abierto con pintura metálica negra chorreada, y otra blanca que había comprado para pintar unos muebles. Como todo un genio creativo contra un cartón poco elegante chorreé la pintura utilizando unos espaguetis sin cocinar (en serio!) para realizar todo un cuadro de regalo. El cuadro, que surgió monocromático en su totalidad, aún existe madre y es un poco “asustador”; con decirte que se llama “Nightmare”! Pero lo increíble es que fui, y muy orgulloso de mi mismo, te lo entregué en tus manos con una sonrisa de cachete a cachete: “Feliz cumpleaños, mami.” ¡Y tú con esa cara de madre como si dudaras que de ti podía surgir un hijo así de descabellado! Pero bueno, sabes madre, lo aceptaste y cualquier persona que ha visto mis cuadros y dibujos, y tus cuadros, se sorprendería de ver cómo se dan las cosas en la vida. Y se sorprenderían más si vieran qué aparece en dicho cuadro.
Pero además, tantos lugares que hemos podido vivir en compañía gracias al hecho de que tu vida como canadiense siempre tuvo contacto con el exterior, y gracias a mi padre y su agilidad como “businessman” que le permitió tener propiedades en diferentes lugares del mundo. Cómo olvidar jamás ese paseo a Cartagena en donde, todos rebeldes los dos, decidimos que iríamos a Cartagena esta vez a celebrar más que a trabajar. Y por 20 días madre querida desayunábamos de manera sencilla y luego sin falta íbamos a conocer los restaurantes de Cartagena, desde los más elegantes a los más regulares y sencillos. ¡Ahhh, qué recuerdo maravilloso! Y el trencito aquel que pasaba al frente cargado de niños y niñas alegres, y las caminatas por la playa y la vieja ciudad buscando gangas para decorar el apartamento, y esas pasadas por los San Andresitos buscando cositas canadienses, y aquel cuadro de mujer hermosa que retocamos juntos, y aquella vez de la “amiga” señora J. que casi no deja que hablásemos juntos y nos tocó nadar rápido a lo profundo del mar para poder siquiera charlar mientras Marya la agarraba duro del brazo y no la dejaba escaparse! Y tantos otros, madre, de esa Cartagena que nos roba el corazón, incluyendo sobretodo la manera magistral e inteligente (y que te costó algunas insultadas largas) con la cual usaste lo poco que tenías para organizar tu vida económicamente y espiritualmente. ¡Berraca mujer!
O cómo olvidar aquellos recuerdos relacionados con Miami. Porque allí vivieron tus padres como buenos canadienses que huían en la vejez del invierno. Y allí, que carro ni que nada, nos llevabas en puro bus hasta Biscayne para luego coger otro bus para llegar a ese Kmart y ese Toys’r’us en donde nos permitías escoger un juguete y jugar con esas maquinitas en donde uno metía una moneda y salía mágicamente un huevito con una sorpresa oculta. Y ese Benihana que nunca podrás olvidar. O cómo olvidar los eventos en las fincas con todo y sus dificultades, aquél cumpleaños tuyo en Samarcanda que recuerdo con tanta alegría cuando todos recogimos cientos de naranjas, ombligonas y no ombligonas, para escribir en el pasto “Feliz cumpleaños”. Porque no hemos sido los mejores hijos/as en muchos momentos madre, y por eso todos, pero sobre todo yo, te pido perdón. O cómo olvidar esos momentos de cambio constante de apartamentos por todo Cedritos luego de tu decisión, ya mucho mayor, de preferir la libertad a permanecer en la 102 bajo condiciones poco saludables para tu alma. ¡Berraca mujer! Y así fue como empezó un peregrinaje por Cedritos que duro muchos años: de la 144, a la 142, a la 145, y luego a la 140 por varios años, y ahora en la 138! ¡Madre, en verdad, podrías hacer el folleto oficial de bienvenida a Cedritos! Y de aquellos momentos en la 140, demasiados recuerdos, demasiados. Pero uno de los bellos para mi era siempre llevarte astromelias de múltiples colores para que tu alma respirara un poco de belleza en su día a día.
O cómo olvidar esos momentos que tuvimos juntos en Montreal, unos de muy joven en donde tu venías a darme fortaleza; otros, muchos años después en donde yo te daba fortaleza a ti, organizando y dándote el tour de la ciudad de tu niñez, ciudad que ya no reconocías como lo habías hecho. Y así los tres, con la Marya que te quiere tanto, caminamos esas calles de nombres franceses inolvidables (Sherbrooke, St. Catherine, St. Laurent., St. Denis, Guy, Avenue du Parc, Rue McGill, …), montamos en ese metro bello azul casi de juguete, y visitamos múltiples restaurantes inolvidables (en uno de los cuales ya medio prendida —–algo pocas veces visto—— comenzaste a cantar a Edith Piaf … “Noooon , rien de rien, noonnnn; y nosotros con la Marya escondidos bajo la mesa!). Madre, es gracias a ti que le tengo tanto amor a Montreal y en general a la cultura québécoise; es por ti que aprendí francés, y es en parte por ti que espero en mi vida regresar a Montreal en muchas ocasiones. Es más, en un mes estaremos los tres nuevamente allí. Ese Montreal y ese Dorval que llevan en sí los recuerdos de tu padre, que siempre admiraste y respetaste, y de tu madre que siempre quisiste con todo el corazón; recuerdos que revivimos al parquearnos frente a la casa de tu niñez en Notre Dame de Grace (aka. for the anglophones , NDG).
Y por último, aquellos momentos que al recordar te van a poner “furibunda”; aquellos en que tu decisión de manejar tres lenguajes hacía estragos por las diversas pronunciaciones y escrituras del inglés, el francés y el español. Y antes de recordarlos debo decir dos cosas en mi defensa. Primero, que debe ser motivo de gran orgullo para ti madre haber aprendido español sola cuando decidiste ir a vivir a Colombia en plena década de los 60 cuando viajar de Canadá a Colombia era como viajar hacia lo desconocido, casi como en un capitulo de la famosa “Twilight zone”. Y segundo, y hablando más en serio madre, recuerdas cuántas veces tuve que preguntarte: “Bambina, dime una cosa, ¿quién es la única persona que puede hablar tres idiomas en nuestra familia?” Y tú respondías —–casi como extrañada—– “Mmmm, pues yo”. Si madre, tú eres la única que maneja los tres idiomas, y como la líder silenciosa que has sido siempre, es bueno recordárselo a aquellos medio groseros que te puedan de pronto decir que tus capacidades se han disminuido y que, como le dicen a muchos en la vejez, “la pobre ya no entiende”. Si madre, tu no entiendes, ¡pero será en tres idiomas!
Dejando eso en claro, comencemos. Porque, madre, perdóname pero es que lo más chistoso era cuando contabas un chiste y se notaba a leguas que la chispa colombiana era algo ajeno a ti. ¡O cuando te contamos un chiste con Marya y es más chistosa la explicación del chiste que el chiste mismo! Pero siempre nos reímos juntos, nunca nos burlamos el uno del otro. Como aquel chiste que dice que hay dos sombrillas en un día nublado y le dice una a la otra; “Si llueve, yo me abro”. Y entonces a explicar como “abrir” es no sólo “open” o “ouvrir”, sino que en buen colombiano quiere decir que “me voy carajo de aquí”! O los errores en la pronunciación del español. Como la vez en Cartagena que llegaste diciendo que te habían picado unas “fremillas”, y nosotros preocupados sin saber que era eso, hasta que minutos más tarde nos mostraste aquellas insectos que se conocen en español como “hormigas” (en francés, con pronunciación muy diferente, “fourmis”). Tu cerebro entremezclándolo todo de manera ingeniosa y efectiva. O en la misma Cartagena, tú completando un contrato de arrendamiento, y diciendo a cada momento que tenías un problema con la “duda” y la persona que arrendaría te preguntaba que qué “duda”, y tú que la “duda”; y como 10 minutos después vinimos a entender que lo querías decir era la “deuda”! O uno de los mejores de todos: el de la entrada a la ferretería en Cedritos en donde buscabas un “hombre-solo” para un trabajo de renovación en el apartamento, y le preguntas al señor que atendía ——y que estaba ya entrado en años—— que si tenía “sólo un hombre”. Y el te mira como diciendo, a lo Juanes, “si mi amor, yo estoy disponible”. Ayy madre, perdóname, pero tu decisión de vivir en Colombia casi toda tu vida nos ha dado muchas experiencias lingüísticas inolvidables. Como dices tú, toda una canadiense en carácter, en forma de ser y en apariencia física, muy a lo colombiano: “la locura furiosa”. Contraste inolvidable.
Y para dar fin a esta muy, pero muy, extensa carta, quisiera brevemente recuperar algunos de los aspectos de tu carácter y forma de ser de los que he aprendido y por los cuales siempre te estaré agradecido como pocos hijos podrán estarlo. Ya la carta misma en su extensión los ha revelado para quien es buen lector. Pero igualmente es claro, para quien sabe leer, cómo las palabras de esta carta, dirigidas a ti, son sólo posibles gracias a que fuiste siempre un ser que intentaba escuchar en un cierto silencio fundado en la idea de que si tan solo escuchásemos mejor, tal vez entonces como seres humanos estaríamos mejor preparados para comenzar a recorrer los caminos hacia la felicidad. Porque mi padre, desde donde esté, sin lugar a duda jamás encontró a alguien que lo escuchase como tú (él mismo me lo dijo); y yo disfruto y he aprovechado esa increíble habilidad para nuestro bienestar siempre impulsándote a ser tan capaz de escuchar como también de responder. En otras palabras, en tu preparación como cristiana guiada por un cierto silencio de cercanía con Dios estabas siempre preparada para los momentos que surgieron entre los dos y que nos han permitido, desde la falta de la palabra, reencontrarnos en la palabra reflexiva compartida. Silencio que también está a la base de esa fortaleza corpórea que yo he visto en pocos seres. Silencio al cual retornáramos al final de esta, demasiado extensa, carta.
Porque no hay duda alguna, tu vida dedicada a la fe católica, es aquel aspecto de tu ser que sobresale por sobre cualquier otro, incluso en ciertos momentos por sobre tu ser mismo como madre. Esa dedicación constante a tomarse en serio aquello de poner la otra mejilla, de vivir el domingo en la casa de Dios, de rezar en silencio por las noches a la Virgen, de confesarte en la verdad, de vivir una “righteous life”, de ver la vida como una aventura de peregrinaje y de saber en tus entrañas del dolor de Jesús. O de otra manera, esa confianza en que lo que ocurría ocurrió porque tenía un cierto sentido, no simplemente porque las cosas de los humanos terminan saliendo como lo hacen. Tú, que has vivido en medio de una supuesta riqueza, pero que contrario al común de la gente, decidiste vivir una vida que nunca quiso saber de lujos exagerados, ni de la lujuria. ¿Acaso hay mayor enseñanza para nuestra época de crisis económica? No en vano esa luz que te guía se encuentra no en un hombre, sino en la mujer que fue privilegiada para dar a luz a Jesús, la Virgen María como fuente de bondad, de pureza, de sentido maternal espiritual y de amor incondicional sobretodo por los débiles, los pecadores, los enfermos y los indefensos. En verdad al enfermar seriamente, he agradecido en parte que tú vieras la vida como la ves; y que al mismo tiempo te hayas abierto —poco a poco—– a las preguntas que otras tradiciones hacen al catolicismo, ya sea desde dentro, como lo hace el católico Taylor, o desde fuera, como lo hace el inolvidable aristotélico Pangle.
En este sentido general recuerdo cuando te invité, ya enfermo y en medio del complejo “Proyecto Forfa” del cual no hablaré en absoluto en esta carta por lo que tú y mi padre ya saben bien, a comenzar el proceso del cual hemos hablado aquí y te pedí que compraras Las Confesiones de San Agustín, texto fundamental para todo católico serio. En aquel momento lo hice, muy ingenuamente, pensando sobretodo que su lectura cuidadosa te ayudaría a entenderte mejor a ti misma, a abrir el camino de tu recuperación, a sentirte acompañada en la vejez y a acercarte más al amor que es Dios bajo la fe católica. Pero tú, todavía demasiado confundida y desorientada por el pasado vivido, actuabas de cierta manera indignada al imaginarte que un hijo pudiese guiarte dadas todas las experiencias vitales que habías acumulado ya en vida. Claro, ¡cómo si un enfermo pudiera guiar a los sanos! Pero, así fuese en un inicio a regañadientes, lo hiciste, y allí comenzó la decisión de no parar este proceso de coraje que en un comienzo era como lanzarse a la mar sin destino asegurado mientras otros permanecían en la costa con su arrogante firmeza inamovible. Y esta dinámica de la que te hablo, y espero recuerdes, la revela mucho mejor que yo una de las fascinantes historias alrededor de la vida de Jesús, historias sobre las que uno escucha poco entre muchos quienes se autoconsideran cristianos. Están muy ocupados. Es esta la historia de dos hermanas llamadas Marta y María:
“Prosiguiendo ellos su camino, él entró en una aldea; y una mujer llamada Marta le recibió en su casa.
Esta tenía una hermana que se llamaba María, la cual se sentó a los pies del Señor y escuchaba su palabra.
Pero Marta estaba preocupada con muchos quehaceres, y acercándose dijo: –Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado servir sola? Dile, pues, que me ayude.
Pero respondiendo el Señor le dijo: –Marta, Marta, te afanas y te preocupas por muchas cosas.
Pero una sola cosa es necesaria. Pues María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada.” (Lucas 10: 38-42))
Marta, “la ocupada”, esperando un pago concreto por su sacrificio e indignada en su corazón en la medida en que su visión limitada solo veía cómo su hermana (muy probablemente menor!) “se estaba saliendo con la suya”. Y Jesús, libre de toda indignación, y con cierto humor que se nos ha olvidado Jesús poseía, recordándole cómo las cosas materiales, y la obsesión de la acción han de dar paso al intento de comprensión del lenguaje de la parábola y de la fe en la gracia divina. Ojalá, por nuestra salud conjunta, menos madres fueron como “Marta” y más como “Maria”.
¡Y madre, es que tu nombre es en efecto, en francés, “Marthe”, “Marthe” Denise! Podríamos decir, sorprendidos, que el recorrido de tu vida es y debe seguir siendo el paso de esa “Marta” a esa mucha más sana “María”. Y entre más Maria en ti, más bella la Denise que sale a relucir. (Y, como nota aparte, para quienes somos admiradores de los griegos resulta absolutamente sorprendente que tu otro nombre, “Denise”, esté ligado al dios llamado Dionisio, dios del vino, dios frente al cual se define en oposición toda la Cristiandad.)
Y ya para terminar, medio avergonzado de la extensión de mis palabras, es en esas Confesiones que San Agustín cuenta cómo con su madre ——ya mucho mayores los dos—– tuvieron una serie de conversaciones entre madre e hijo que serán, “por los siglos de los siglos”, difíciles de igualar. En esa conversación, y recuperemos ahora sí el real valor de tu silencio durante todas nuestras vidas, San Agustín escribe:
“Pero ¿qué cosa hay semejante a vuestra palabra, que es nuestro Dios y Señor, que subsiste y permanece en sí misma, y lejos de poder envejecerse, renueva todas las cosas?
Decíamos, pues: si cesara enteramente la ruinosa inquietud que causan en un alma las impresiones del cuerpo; si no la conmovieran de modo alguno las especies que por la vista y demás sentidos corporales recibe de la tierra, de las aguas, de los cielos; si aun la misma alma no hablase consigo misma y, como olvidada de sí, no se detuviese a reflexionar sobre sí misma; si no hablaran tampoco los sueños ni las revelaciones imaginarias; si, finalmente, cesaran todas las locuciones que puede un alma percibir de las criaturas, por manera que ni le hablaran con palabras de la lengua, ni por medio de signos o de señas, ni de otro cualquier modo de hablar sucesivo y pasajero, sino que enmudeciese todo lo creado, después de haberle dicho lo que están siempre diciendo estas cosas creadas a todo el que quiere oírlas, esto es: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos hizo el que permanece y dura eternamente. Si, dicho esto, callara enteramente todo lo creado y guardando un silencio profundo todo el universo, como para atender y escuchar al que le creó, entonces hablase Él solo a aquella alma, no por medio de las criaturas, sino por sí mismo, de modo que oyésemos su palabra, no de boca de hombres, ni de voz de ángeles, ni mediante algún ruido de las nubes, ni por símbolos ni enigmas, sino por el mismo Creador que el alma ama en estas criaturas, le oyera hablar sin ellas, como ahora nosotros mismos acabamos de experimentar en aquel feliz instante en que nuestro espíritu subió tan alto, que rápidamente llegó a tocar nuestro pensamiento aquella Sabiduría infinita que eternamente subsiste sobre todas las cosas; pues si este conocimiento se continuara, de modo que, apartados todos los demás que son de esfera muy inferior, sólo éste sea el que arrebate el alma, la posea toda y la introduzca donde esté rodeada y llena de gozos interiores, en el concepto de que la vida eterna sea tal cual ha sido este momento de clara inteligencia que hemos tenido suspirando, ¿no sería todo esto lo que se le promete, diciendo: ‘Entra en el gozo de tu Señor’?” (Las Confesiones, San Agustín, IX *10))
Mientras mi padre me enseñó (o mejor, intentó ejemplificar) el valor de la palabra, de la habilidad del lenguaje público, del thumos descarrilado, del amor a la patria colombiana, y de la retórica y de la ironía, tu presencia ha sido siempre el balance de esa tradición política griega a partir de una vida de fe basada en la fortaleza de aquel silencio del cual habla San Agustín —–ese silencio que en ti estuvo por momentos descarrilado—— ese silencio tan canadiense a veces, ese silencio de la educación católica de monasterio benedictino en nuestra familia, ese silencio que lo une todo desde el comienzo hasta el final, ese silencio que está más allá de toda palabra humana, ese silencio que revela sin decirlo aquello que está a cada momento a la base de nuestra mortalidad, y ese silencio —ahora mucho más bienvenido— que incluso ahora mismo nos recorre a los dos entre las líneas de esta carta que se te entrega electrónicamente en este día especial en que viniste a la vida a acompañarnos y a alegrarnos.
Gracias madre por ser. Porque al final, más que madre, amiga; amiga del alma.
Tu hijo y amigo siempre,
Andrés
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(Nota Final: Dada la naturaleza de esta carta, y dada la naturaleza ambigua del Internet, si desea deje su nombre como comentario aquí)
Terrific piece